Desde que pagas tus gastos comunes hasta cuando usas el salón de eventos de tu edificio, estás acogiéndote a un régimen de copropiedad. La ley que regula esta forma de vivir y convivir, es la única en el país que involucra a varias personas, dueños y arrendatarios, sin vínculos previos entre sí, en la administración de una misma propiedad. Esto abre una ventana de oportunidad que puede ser valiosa para estrechar vínculos y generar comunidad, considerando que la Cámara Chilena de la Construcción estima que, en 2025, alrededor del 70% de la población urbana del país va a vivir en comunidad. Pero cuando la política pública no se hace cargo de los desafíos humanos que exige la convivencia, los conflictos sociales afloran. Sobre todo en ciudades como Santiago de Chile, donde la densificación nos lleva a vivir cada vez más cerca, de cada vez más gente.
En los últimos años, la tendencia del crecimiento de la capital pasó de la extensión hacia las periferias, a concentrarse en las comunas céntricas. Esto significa que muchas familias han logrado acceder a servicios y equipamiento urbano. En el año 2018, según datos de TOCTOC, el promedio de los proyectos de viviendas en altura con permiso de edificación aprobado, consideraban alrededor de 500 familias, lo que se ha traducido en basureros saturados, ladridos de perros o pagos atrasados que impiden una adecuada mantención. Esto, a su vez, va desgastando la tolerancia entre vecinos y deja cada vez más solicitudes de mediación por conflictos vecinales en los juzgados y municipios. Sólo en la comuna de Santiago, se estima que las demandas de este tipo duplicaron su cantidad desde 2017 hasta la fecha.
Los conflictos y la tensión aumentan, y las acciones que se toman siguen siendo reactivas más que preventivas; quedando en evidencia que no es suficiente habitar un mismo espacio para lograr la convivencia armónica entre pares. Es fundamental entregar instrumentos para que las personas, en su diversidad, puedan reconocer la legitimidad del otro e involucrarse en un proyecto colectivo. Aquí es donde cobra importancia la Ley de Copropiedad Inmobiliaria, cuya reforma se discute actualmente en el Senado.
La ley y sus modificaciones se centran principalmente en el uso y mejoramiento de la infraestructura, olvidando una vez más el factor social en la ecuación. No se contempla presupuesto ni facultades para fortalecer a las organizaciones que administran la copropiedad, tampoco para que éstas desarrollen capacidades que sostengan la vida en comunidad. Así, se desconoce el valor de la capacidad de gestión y de los vínculos sociales que, al debilitarse, suelen provocar también el creciente deterioro de la infraestructura física.
Cada decisión que se toma sobre la forma en que habitamos la ciudad, tiene inevitablemente repercusiones sociales de las cuales debemos hacernos cargo. Así como ocurrió con la política habitacional de los ochenta y noventa, donde el problema de la vivienda se reemplazó por el de la mala conectividad y calidad de vida (al desplazar personas hacia las periferias), densificar sin inversión social, ya sea pública o privada, puede originar grandes conflictos de convivencia vecinal y cohesión social.
Por lo mismo, en el marco del proyecto “Ciudad con Todos: Diálogo para una densificación equilibrada”, hemos priorizado pensar en cómo abordar de forma adecuada los procesos de densificación. No esperemos a que el problema se nos salga de las manos para empezar a actuar.
Camila Ramirez
Directora Gestión Urbana
Fundación Urbanismo Social
Fuente: La Tercera